jueves, 7 de febrero de 2008
San Bernardo.
Masa, parloteo, empujones, quejas, pisotones, encuentros, despedidas, cada día.
Paso un mínimo de dos veces al día por este lugar, la estación de San Bernardo. Dos veces a día me arrastro o paso volando por sus desgastados suelos grisaceos, me siento en sus bancos rojos que muestran restos de antiguas pinturas u óxidos a través de sus esconchones, oigo el pitido que emiten los trenes al cerrar sus puertas y siento el viento que traen y llevan consigo los trenes de alta velocidad sin parada. Y por supuesto siento relax cuando escucho eso de "por vía dos, tren procedente de Lora del Río y destino Utrera, vía dos. Este tren efectúa parada en todas las estaciones de su recorrido, excepto La Salud". Cada día me encuentro allí con rostros conocidos de personas que me son totalmente desconocidas, pero a las que veo más incluso que a alguno de mis familiares. Ese anciano con sombrero y bastón que susurra canciones entre dientes mientras espera inquieto su tren, o esa mujer que insiste en contar detalles íntimos de su vida a cualquiera que quiera escucharla, e incluso a quienes no quieren. Es la estación de San Bernardo. Es vieja, está estropeada, continuas goteras caen del techo sobre sus vias oxidadas. Pero cuando toda la masa humana ha pasado, cuando la estación se queda tan vacía que una tos o el sonído de un móvil hace eco en sus túneles, no puedo hacer otra cosa que respirar su aire, sonreir y pensar: ¡Joder! ¡Cómo me gusta este lugar!.
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